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El esclavismo de los buenos


Traducción y adaptación de Stefano Redi (para leer la versión original pulsa aquí).

Voluntas enim naturaliter tendit in bonum sicut in suum obiectum: quod autem aliquando in malum tendat, hoc non contigit nisi quia malum sibi sub specie boni proponitur.

— Tommaso D'Aquino —

La inmigración de masas es claramente una guerra entres pobres. No solo porque lo es en los hechos, con millones de personas disputándose viviendas insuficientes, trabajos mal pagados o de peonaje criminal, periferias angostas y los paliativos del estado del bienestar en dosis muy parsimoniosas. Sino también porque así se quiere que sea – o por lo menos se hace de todo porque llegue a serlo.

En los días en que el Ayuntamiento de Milán decidía transferir 400 euros al mes a quienes acogiese un prófugo en su casa, en la misma ciudad moría por privaciones Giovanni Ceriani, un minusválido de ciudadanía italiana que se mantenía con una pensión de 186 euros mensuales y una ayuda del Ayuntamiento de 1000 euros por año. En abril en la ciudad de La Spezia, otro discapacitado, Roberto Bolleri se puso en huelga de hambre para que le devolviesen la posesión de su casa abusivamente ocupada por una familia marroquí, que informan se irán solo cuando el Ayuntamiento les asignará una vivienda social en deroga a las listas de esperas. En Alemania la enfermera Bettina Halbey y su vecina de casa están por ser desahuciadas por el Ayuntamiento de Nieheim, tendrán que dejar sus viviendas a los solicitantes de asilo político, mientras en el resto del país se expropian inmuebles privados y se evacuan escuelas públicas.

No hay necesitad de ser un “facha” para entender que esto acabará mal, muy mal.

En un sistema de finanza pública donde la escasez de inversiones está postulada como un dogma, es inevitable que los pobres y los empobrecidos se disputen las migas y teman la llegada de nuevas bocas que alimentar. Mucho más si el mismo sistema sermonea también la escasez de los sueldos y de las tutelas como una virtud y la escasez de trabajo como una culpa, dejando a los débiles como única elección un canibalismo de supervivencia donde el odio étnico y racial es solo el pretexto de una guerra entre bandas.

Hay dolo o en todo caso una inmensa irresponsabilidad en quien sustenta estas políticas de escasez y al mismo tiempo desea pasillos humanitarios para recoger extranjeros en la fuente, pide la remoción de las fronteras y sueña de acoger 300 – 400 mil personas cada año si no 30 millones en 15 años. Hasta que, al delinearse una catástrofe humanitarias que golpearía a todos – in primis los inmigrantes de quien se hacen paladinos - desenvainan el viejo arnés de la revolución cultural y reprochan a los súbditos el vicio de la xenofobia lanzando vibrantes campañas contra el odio. Casi como si fuesen, la xenofobia y el odio, patologías de origen oscuro que se pueden debelar con la profilaxis (en los jóvenes) y los antibióticos (en los ancianos) y no una etológica consecuencia de las políticas creadas por ellos mismos.

Hay dolo y irresponsabilidad en esta filantropía a costa de otros, pero también y sobre todo su contrario, es decir, del racismo. Que no es el racismo, de que se lamentan los progresistas, la islamofobia y el desprecio por civilizaciones distintas, que es condenable y sin sentido al parecer de quien escribe y de quien traduce [N. del T.], que ya está condenado a redes televisivas unificadas y será, en Italia, tema de debate en una comisión por el fichaje de los réprobos. Ni tampoco el auto-racismo de que se habla cuando la necesidad de los extranjeros es antepuesta a aquella de los autóctonos. El racismo de los buenos golpea en cambio exactamente a ellos, los inmigrantes, que protege con palabras y los transforma en los hechos en instrumentos de un pequeño y lamentable ejercicio de auto certificación ética y de un más grande diseño socio-económico de explotación de los últimos.

La idea de que “necesitamos” del esperma de millones de desesperados para repoblar un continente en estasis demográfica, o de sus brazos para desarrollar trabajos que los europeos ya no quieren hacer (es decir los mal pagados) no difiere en principio a las deportaciones de los esclavos africanos en los Estados Unidos del sur o de los presidiarios que iban a repoblar las colonias inglesas. Entonces se les cogía con la violencia, hoy se les obliga con la violencia de la deuda, de la guerra y de la explotación – que los esclavistas buenos llaman respectivamente ayuda (sic) internacional, misiones de peacekeeping e Inversiones Directas Exteriores, y los sustentan limpiándose la conciencia con un hábil verónica lexical. Creer que es normal que algunos países del mundo, los más pobres, sean depósitos de carne humana que se puede recolocar según la necesitad de los países menos pobres, satisface no solo los requisitos del racismo, también el del esclavismo tout-court y mete a la luz un desprecio ignorado pero total del derecho que tienen estas poblaciones a vivir en paz y prosperidad en su tierra de origen.

En cuanto al estribillo de los-trabajos-que-los-europeos-ya-no-quieren-hacer, está en auge desde por lo menos 20 años y es un clásico ejemplo de cómo se empeora un problema verdadero (la bajada de los sueldos) con una solución falsa (la inmigración). Si muchos trabajos no garantizan rentas suficientes para conducir una existencia digna no obstante sean demandados de los mercados y en muchos casos indispensables, hay un problema de asignación de los frutos del trabajo, que desde la base productivas se desplazan hacia arriba, a los dirigentes y a los grandes emprendedores hasta alcanzar el estrecho vértice de los inversores financieros y sus vasallos. Y si el trabajo vale cada día menos en esto no ayuda la veleidad de competir a fronteras abiertas y cambio fijo con países que nos han precedido en la explotación a larga escala, condenándonos a una guerra global entre pobres donde gana quien compra el trabajo y no quien lo hace.

Para quien se dice de izquierda estos conceptos deberían ser el pan de cada día, si no fuese porque el opio del moralismo le ha hecho creer que los europeos son vagos y consentidos y “no quieren ensuciarse las manos”, mientras en su lugar los inmigrantes están agraciados por una gana de hacer y de mejorarse a través del trabajo duro, humilde y sin pretensiones. En el contar esta fabula coleccionan por los menos tres oprobios: 1) el desprecio de sus connacionales que luchan para preservar derechos y bienestar conquistados con la sangre de sus antepasados, hoy llamados “privilegios”, 2) la celebración de la propia excepción ética (por la nota Ecuación de Scannavacca), y 3) en cuanto extranjeros, la certificación de sus estado de muertos de hambre dispuestos a todo por un puñado de arroz, de salvajes que después de todo pueden prescindir del lote completo de tutelas y beneficios formalmente garantizados a quien ha nacido en el hemisferio de los ricos.

Si los primeros dos puntos merecen compasión, porque se infligen daño a ellos mismos, el tercero suscita rabia y estupor por los modos en que conceptos antiguos como colonialismo, paternalismo y explotación han podido reciclarse y disfrazarse en buenas intenciones. La única, amarguísima consolación, es que quien admite la deportación del pobre en beneficio del rico – sea también con la benevolencia de la dama colonial que tira los caramelos a los negritos – debe prepararse a seguir la misma suerte metiéndose al servicio de quien es todavía más rico, como ya está ocurriendo.

Tal vez un día se darán cuenta que combatir la pobreza importando pobres, la esclavitud importando esclavos y el paro importando parados no es una buena idea – de cualquier parte política que se mire. En ese día, europeos y extranjeros, sabremos a quien dar las gracias.



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