Traducción y adaptación de Stefano Redi (para leer la versión original pulsa aquí).
La idea de que se deba quitar a los ricos por dárselo a los pobres ya estaba en boga en la selva de Sherwood en el siglo décimo tercero. Su legendario inquilino, Robín Hood, representa en las fantasías de los pueblos el rescate de las injusticias y de la codicia de los dominadores. Robín Hood y su epígono El Zorro son los benjamines de los oprimidos y también en el fondo, tienen las papeletas para gustar hasta a los opresores. Porque la justicia de estos héroes buenos no aspira a cambiar las leyes (de hecho son forajidos) ni el sistema social y económico que produce estos abusos de poder. ¿Son revolucionarios? Más bien no. En los cuentos ellos pertenecen a las mismas élites que combaten, sugiriendo así que la clase dominadora tiene los anticuerpos para disciplinar sus excesos gracias a la generosidad de sus exponentes y en la práctica trickle down de la limosna. Una leyenda trasversal, aquella del señor Hood, tan linda cuanto conservadora y paternalista: anestesia la conciencia política de los dominados prometiéndole una victoria toda literaria y, de este modo, protege los dominadores de más concretas reivindicaciones y revueltas.
Como cada mito, también el de Robin Hood, no tiene edad. Hoy en día no vuelve a vivir solo en los comics y en los dibujos animados, también en sujetos de carne y hueso que, abandonada la razón histórica para abrazar el delirio de la ficción, sueñan con transformar las empresas del héroe británico en programa de reformas políticas. Es verdad que estos personajes no merecen ningún interés, si no fuera porque, exactamente como los justicieros que intentan imitar, encienden en las masas las ilusiones demagógicas de una vía de rescate económico tan seductor como irrealizable, absorbiéndoles de manera funcional el empeño político en la celebración de una bonita fabula – alias gatekeeping.
El impuesto patrimonial es la versión moderna e institucional del arco de Robin Hood. En las izquierdas todos la piden: políticos, sindicalistas y economistas a la carta como Thomas Piketty. Pero también la piden -¡No me digas!- los banqueros de la Bundesbank y los usureros del Fondo Monetario Internacional. ¿Parece raro? En realidad no.
Seguimos con la habitual pedantería.
- Para alcanzar la equidad social quitando a quien tiene más en lugar de dar a quien tiene menos, propone otra vez, una nivelación a la baja ya experimentada en el trabajo (quitar derechos y dinero a los trabajadores tutelados para llevarlos a los niveles de aquellos precarios), en el mercado (competir con naciones que practican el esclavismo de facto) y en la glorificación del inmigrante emprendedor y frugal que deberíamos tomar como ejemplo. Es un juego a la rebaja donde gana solo quien no participa.
- El impuesto patrimonial es un arma de destrucción de masas del residual bienestar legal. El impuesto de Robin Hood nace de la envidia y produce conflictos sociales. Se debe recordar a los “camaradas” que la lucha de clase se hace entre trabajadores y capitalistas, no entre trabajadores pobres y trabajadores acaudalados. El parámetro de la riqueza no distingue el ahorro de los ciudadanos del ahorro del capital financiero, más bien golpea los primeros ya que la liquidez de los especuladores es volátil, poco trazable y transnacional cuando no extranjera tout court y por esto no sujeta a las leyes nacionales.
- El impuesto patrimonial es una variación encubierta del divide et impera. En el atacar los más ricos de los atacables (o sea los más ricos entre los pobres ya que los verdaderos ricos tienen sus patrimonios al seguro) se viste de una patina de justicia social impidiendo a las clases agredidas de ser solidarios contra el expropio. Si el IBI – que es un impuesto patrimonial – golpea a los propietarios de una vivienda, los más pobres se encogen de hombros: << ¡Yo vivo de alquiler!>>. Si el bail-in, que es un impuesto patrimonial para salvar los Estados de salvar a los bancos, golpea el ahorro por encima de los cien mil euros, los más pobres se consuelan: << ¡Yo tengo la cuenta en rojo!>> Hasta que les toca a ellos mismos, los últimos: indirectamente (un bail-in sobre las cuentas de sus empleadores) o directamente (como en Dinamarca.)
- En nuestro ordenamiento el patrimonio, como los consumos, es un índice inductivo de la capacidad contributiva, en cuanto presupone una renta suficiente para mantenerlo. Pero si poner impuestos directamente sobre los consumos es regresivo (IVA) poner impuestos directamente sobre el patrimonio es regresiva al cuadrado porqué la riqueza no invertida (como la vivienda no alquilada o el depósito bancario a condiciones normales) es un coste, es decir una renta negativa.
- El tweet antes citado nos da la medida del carácter lamentable y surrealista de los que piden un impuesto patrimonial, donde en desafío a las bases de la contabilidad quieren financiar un flujo (la renta mínima) con un stock (la riqueza). La confusión mental obnubila por lo tanto el hecho que el bienestar económico no es un bien acumulable y trasmisible, más bien debe ser creado y mantenido en el tiempo. La izquierda candidata a gobernar no se debe adherir a la boga de las limosnas, en su lugar debe crear las condiciones que permitan que todos vivan con dignidad de su trabajo. ¡Oh si! El trabajo. ¿Para qué sirve el trabajo cuando se puede quitar el dinero de los cofres de los ricos y abonarlos a los indigentes? ¡Trabajará el dinero en lugar nuestro!
- Siendo realistas el impuesto patrimonial que alberga la cabeza de la izquierda es irrealizable. En la historia jamás ha pasado que los ricos cedan su riqueza sin guerras y revoluciones y donde ha ocurrido el fruto del expropio ha pasado a las cajas de otros ricos. Se entiende porque en los templos de las finanzas se están frotando las manos: a ellos no les toca, mucho más en Países que para sobrevivir han elegido depender de los prestamos y donde la prima de riesgo cuenta más que la mortalidad infantil. Las reglas las hace quien tiene los cordones del bolso, así que mientras el señor Ikea paga lo 0,002% de impuestos y Mark Zuckerberg esconde plusvalías fingiéndose filántropo, en la almadraba del impuesto patrimonial acabaran los peces pequeños (o sea los medios) y los ingresos irán a engordar los créditos de nuestros amos. Entre palmas de los centros sociales.
El aspecto más desazonador de esta batalla es que no solo no mete en discusión la política económica que produce la indigencia, más bien la glorifica y la cristaliza aceptando la dialéctica como inevitable y “natural”. En presentar la desigualdad como un problema de distribución del dinero – y no de los medios de producción, como enseñaba un maestro barbudo que citan siempre y que jamás leen – nuestros justicieros conceden supinamente a la moneda los falsos atributos que la retorica del capitalismo financiero elaboró por hacerla un instrumento de dominio de los pueblos, o sea su valor intrínseco y su escasez.
Pero el dinero, o sea el capital, no tienen ningún valor en sí mismo. Aquello de Juan Sin Tierra por lo menos era de plata, hoy son fichas virtuales, abstracciones numéricas para intercambiar los bienes producidos con el trabajo. Y su escasez es institucionalmente perseguida de una banca central que no debe servir a los pueblos, debe solo preservar el valor de los créditos y del capital de sus inversores privados – o sea otros bancos – de la inflación. Luego quien está abajo que se mate por un pedazo de euro que la competencia hace muy bien a los pobres (mientras ellos, los banqueros, jamás han participado en una licitación pública para gestionar la moneda de los Estados).
Quien se cree lo contrario, que el capital fue creado el octavo día del Génesis para librarnos de la necesitad, alimenta un fetichismo del dinero que consigna el gobierno del mundo a un puñado de ludópatas improductivos. Hacerlo creer a los trabajadores y a los hambrientos equivale a hacerle idolatrar el instrumento que le hace morir de hambre. ¿Y luego para hacer qué? ¿Para comprar las mercancías de los ricos momentáneamente expropiados y empezar de nuevo? Genial.
Los millonarios estaban también cuando vivir una vida decente estaba a al alcance de la mayoría y en los programas políticos no se hablaba de extorsionarles una limosna. Se recurría a la vía más decorosa de la inversión pública, del empleo dependiente y de las economías mixtas, animadas y tuteladas por leyes y la Constitución, donde los trabajadores se garantizaban una independencia económica y un bienestar que, en el balance social, acortaba la distancia entre clases sin expropiar a nadie.
Fue un sistema obviamente perfeccionable, pero tal vez merece la pena reanudarlo recuperando sus enseñanzas: es decir que los obscenamente ricos, no lo son porque el dinero – casi por voluntad propia y por despecho de los pobres –se ha concentrado en sus cajas, es porque las políticas de hoy les conceden una ventaja explicita e injustificada. Y no son potentes porque son ricos, lo son porque las mismas políticas ahorcan los gobiernos y la vida de millones de individuos a sus capitales.
Pero las políticas las hacen los hombres no la señora TINA. El rol y la propiedad del dinero se pueden redefinir para no tener que adorarlo y paladearlo casi como si fuese la sangre de Cristo. Y la riqueza de la colectividad puede ser recolocada en el trabajo de quien pueda contribuir en el desarrollo real y en aquellas empresas que todavía sobreviven en condiciones casi incompatibles con la vida económica. Quizás no es todavía demasiado tarde, pero ya está claro que no se podrá contar con quien, ya enemigo del capital en tiempos mitológicamente remotos, hoy lo siguen como el asno sigue la zanahoria. Al grito de la izquierda dospuntocero: ¡Mendigos de todo el mundo uníos!
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